Las sociedades desde sus inicios se han organizado colectivamente, cediendo parte de la soberanía individual, con objeto de que una super estructura proveyese determinados servicios a cambio de dicha cesión. A través de la historia los acentos de esa administración central han ido evolucionando, así como la naturaleza del intercambio realizado, pero de una forma consistente, esas formas organizativas que de una forma didáctica nos presenta Platón en su ‘Republica’ han ido apareciendo de forma continuada hasta la actualidad. En determinamos momentos, ante la falta de respuesta de la organización central, intencionadamente o no, han ido aparecido estructuras menores que han ido conviviendo pacíficamente, en la mayoría de los casos, con el aparato de gobierno dando solución a determinadas necesidades no cubiertas por éste; pero en ningún caso han suplantado la función del mismo, ni alterado la relación ciudadano – estado que como un binomio necesario ha protagonizado nuestra convivencia.
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Compensa Capital Humano Portrait Session, Madrid, Spain - 29 Oct 2019
En nuestra amada Europa, la aparición de la figura del ‘Welfare State’ durante el siglo XIX, establece la presencia de un estado omnipresente que monopoliza la relación con el ciudadano y redistribuye la riqueza a través de servicios que abarcan la gran mayoría de los ámbitos de convivencia. La naturaleza del intercambio, en este caso esencialmente económica, dota a las administraciones centrales de recursos ingentes que, de forma más o menos eficiente, revierten en servicios a la ciudadanía. El estado que, además de contar con la liquidez propia de la recaudación, utiliza instrumentos de endeudamiento a cuenta de los futuros ingresos a percibir convirtiéndose en una poderosa maquinaria económica que ha pasado de prestar inicialmente los servicios que una vez fueron requeridos por los ciudadanos, a pretender ser la única respuesta a todas necesidades de estos.
Los matices de su omnipresencia difieren según la importancia/libertad que se otorga al individuo. Así conviven durante la segunda mitad del Siglo XX modelos totalitarios (Unión Soviética) donde el Estado programa, administra y dirige cada aspecto de la vida social y económica; modelos liberales (Estados Unidos) donde el estado permite que el ciudadano organice los espacios que este decide no ocupar, y modelos mixtos (Europa) donde la presencia del Estado es esencial pero revestido de una voluntad popular conjuga los ámbitos colectivos e individual de una forma equilibrada. En todos ellos sin excepción la relación de Ciudadano y el Estado es de una interdependencia total.
En relación con este último punto, es importante resaltar la deriva que durante los últimos lustros se ha producido especialmente en Europa donde los movimientos sociales y, especialmente un amplio espectro político, han puesto el acento únicamente al disfrute del derecho al estado del bienestar, aparcando el capítulo de las obligaciones asociadas de los ciudadanos para garantizar su sostenibilidad, con un ánimo claramente electoralista cortoplacista electoralmente.
Por esta razón, la sociedad se ha creído, de tanto escuchar proclamas, que los bienes del estado son un derecho al que tienen acceso, de forma ilimitada mientras que las deudas no son de nadie, son etéreas. Especialmente en las sociedades latinas, a diferencia de cualquier entidad privada, el cumplimiento del presupuesto por parte de la administración no es una obligación y, generar un superávit un ejercicio, es un ataque a la sociedad del bienestar. El continuo y desbocado crecimiento de la deuda pública se vende como una máquina de generar dinero gratuitamente, escondiendo la condena en forma de servidumbres a la que estamos condenando a generaciones posteriores.

El estado ha abandonado progresivamente su rol de catalizador y facilitador de las medidas y acuerdos para el desarrollo de sus naciones entre sus agentes económicos y sociales enfocados a conseguir una mayor riqueza que permita su redistribución para la eliminación de la pobreza y desarrollo del emprendimiento personal y colectivo por un papel intervencionista y tácticamente electoralista, olvidando la visión estratégica a medio y largo plazo de sus territorios.
Fruto de este planteamiento, dejan de destinarse recursos públicos al fomento de la economía productiva para centrar el incremento del gasto en el reforzamiento de las estructuras políticas y en el expendio clientelar. En la mayoría de los países, esta situación ha provocado en los últimos tiempos que la percepción que la sociedad tiene de los políticos haya empeorado dramáticamente y haya impedido que ciudadanos bien preparados y comprometidos con su país quieran destinar una parte de su vida profesional a contribuir a la vida pública permitiendo el acceso a puestos de gran responsabilidad a personas carentes de la formación, experiencia y generosidad para el desarrollo de su rol de máximos ejecutivos del país.
El elemento más preocupante que puede llevar a la fractura del actual modelo social es la hipócrita y egoísta falta de solidaridad. Los recursos destinados a la protección de los más débiles se conceden sin la imperante necesidad de controlar el fraude (recordemos que la economía sumergida en España, que dobla a la media europea, opera impune y permanentemente representando un 25% del PIB), por lo que muy probablemente no lleguemos a todos los que sí lo necesitan. Exigimos ayudas a los países, empresas y personas “más ricos” sobre la base de una solidaridad que después no cumplimos internamente en el reparto de recursos de forma justa.
La gestión de la crisis que nos azota ha puesto en evidencia la incapacidad de los Estados para dar respuestas colectivas y eficientes; y en consecuencia la secular dependencia del ciudadano en el Estado toca a su fin de forma gradual pero inexorable. Las funciones de prestación de servicios, que llevan necesariamente aparejadas capacidades gerenciales; y las funciones de protección, que se articulan sobre la hipótesis de un abuso de un parte de la sociedad sobre otra, han evolucionado de forma contraria a su supervivencia.
Fruto de esta permanente campaña de relajación en las obligaciones de los ciudadanos, en contraposición a levantarnos por la exigencia de nuestros derechos. La política de los subsidios ha anulado la cultura del esfuerzo y la recompensa. Sirva de ejemplo, el preocupante espectáculo, lamentable, como el sucedido estos días con la recolección de la fruta: falta mano de obra aun permitiendo a los temporeros compatibilizar estos ingresos con el cobro de los subsidios públicos. Algunos no quieren trabajar. No es coherente adaptar la famosa frase de Kennedy “No te preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por tu país” sin fomentar la cultura del esfuerzo y la recompensa.
¿Para qué queremos un Estado que gestione, si nuestros gobernantes carecen de las más elementales nociones sobre administración? En contraposición a las exigencias curriculares y profesionales para el desempeño de determinadas responsabilidades a los funcionarios y empleados de la empresa privada (pese a las siete leyes orgánicas educativas desde 1970), vemos como los puestos de máxima responsabilidad del Estado están siendo dirigidos por personas que carecen de éstas, necesitando centenares de asesores. Los responsables de emitir las directrices ideológicas de los partidos han pasado a la nómina del estado.
La gestión de la crisis en España ha puesto de manifiesto una notable falta de previsión, esencial característica del buen gestor; una preocupante capacidad de reacción, que solo nace del reconocimiento y el aprendizaje de los errores propios, y que forma parte del manual de la buena gestión; y finalmente una preocupante falta de información e incertidumbre en los datos, que ha provocado una ejecución deficiente y parcial.
El manejo de la situación desde un punto de vista gerencial, y sus tres elementos esenciales de previsión, reacción y ejecución ha sido nefasto. Si el Gobierno de España fuese un equipo directivo de una empresa, la junta de accionistas y el consejo de administración estarían sin duda procediendo al despido inmediato. Fuera de consideraciones políticas, y en base únicamente a criterios de gerencia y management, el resultado es inapelable.
Más allá del ámbito de gestión, tampoco parece, que, salvo algunas honrosas excepciones, se haya proyectado una imagen de unidad y trabajo en equipo, ante un problema que no entiende de política.
En contraposición a esta deficiente actuación del estado, una gran mayoría de empresas, han reaccionado de forma eficiente, rápida y decidida; en aras a la salvaguarda del bienestar de sus empleados y la prestación del servicio que cada una hace a la sociedad.
Mientras el Estado, se debatía en cálculos políticos el 8-M, los departamentos de IT de muchas empresas estaban activando planes de emergencia y de trabajo remoto; cuando el gobierno declaraba estado de alarma y confinamiento, miles de trabajadores ya estaban operando desde sus casas, con servicios de apoyo psicológico en muchos casos para ayudar al desempeñar el trabajo de forma óptima en la nueva realidad; durante el letargo de la cuarentena, lleno de ocurrencias como el ‘permiso retribuido’ y fiascos en la compra de test rápidos y mascarillas, las empresas trabajaban incansablemente en formas de mejorar las condiciones de trabajo, estirando las proyecciones económicas con la secreta esperanza de que la recuperación les ayude a mantener la carga laboral, y programando una desescalada que compatibilice la seguridad de los empleados y la viabilidad económica de sus proyectos.
Es tristemente chocante observar cómo se han desarrollado vertiginosamente la regulación de la responsabilidad de los administradores desde perspectivas tanto tributarias como penales, mercantiles o concursales en el ámbito privado sin que se exija el mismo rigor en el ámbito público. Poco a poco los elementos previstos formalmente en el ordenamiento jurídicos para la fiscalización de la gestión pública han ido perdiendo poder y, de igual forma, han ido desapareciendo de la escena periodística y de cualquier análisis crítico y exigente acorde a la responsabilidad que los ciudadanos les han otorgado.
¿Hacia dónde virará la lealtad del ciudadano a partir de ahora? ¿Quién ha demostrado fuera de toda duda capacidad de previsión, reacción y ejecución?
Las empresas han ocupado ese lugar que la inoperancia de los gobiernos ha dejado al descubierto, poblando la geografía de pequeñas naciones que dedican su esfuerzo, recursos e inteligencia para buscar su propia supervivencia, que es la misma que la de aquellos que trabajan para ella.
¿Y que es de aquellos que no tienen la suerte de pertenecer a una organización como las que describo? Los nuevos apátridas, ciudadanos decentes, que se exilian de un gobierno incompetente que les dejan huérfanos de soluciones, y no tienen una patria, una organización que les proteja.
El estado por tanto ha demostrado su incompetencia en cuanto a estructura organizativa con capacidad de gestión, favoreciendo por tanto ese cambio de lealtades que prevemos en el futuro.
Las empresas no solo han puesto de manifiesto una mejor capacidad de gestión frente a aquella la demostrada por los gobiernos, sino que además su propio concepto ha evolucionado tanto, que aspiran a ser, ya no sólo instrumentos de creación de riqueza, sino agentes de transformación social.
No existe en la actualidad proyecto empresarial sostenible sin que dentro de sus aspiraciones articule una visión a largo plazo, integradora del cambio social y evolución. En los comienzos de muchos empresarios de hoy día late, además de la propia lógica del beneficio empresarial, una necesidad de protagonizar un cambio a mejor para aquella parte de la sociedad que se convierte necesariamente en cómplice. Hoy más que nunca, las empresas velan por el término skateholders, popularizado por Freeman, definiendo a aquellos grupos sin cuyo apoyo la organización cesaría de existir, un elemento esencial en la planificación estratégica de los negocios. Las partes interesadas podrían ser los trabajadores de esa organización, sus accionistas, los clientes, los proveedores de bienes y servicios, proveedores de capital, las asociaciones de vecinos afectadas o ligadas, los sindicatos, las organizaciones civiles y gubernamentales que se encuentren vinculadas, etc.
Y lo más saludable es que este hecho no es patrimonio exclusivo de las grandes empresas que lo han logrado ser, en muchos casos, por un excelente manejo del capital humano frente al monetario, sino de muchas empresas que reconocen la importancia del empleado como agente de su desarrollo y éxito.
La estrategia de ‘People First’ que muchas empresas, de diversos tamaños y sectores, abrazan, conlleva un cambio de mentalidad que supera las ansias transformadoras de unos gobiernos que se debaten entre su incompetencia y las abultadas deudas que han contraído.
Desde las empresas, nos enfrentamos al gran reto de integrar un nuevo modelo de relación laboral donde el principal protagonista es la persona. Y por ello, es el momento de introducir cambios estructurales en las estrategias de atracción, motivación y vinculación de los profesionales. Los modelos retributivos basados en una compensación dineraria son incapaces para hacer frente a todos estos nuevos retos. Tenemos que hablar de Compensación Total, de todo aquello que un empleado, o candidato a serlo, percibe como contraprestación a su decisión de trabajar en una empresa.
La empresa del futuro ofrece a sus ciudadanos servicios médicos de primer orden, certidumbre y reacción en tiempos de crisis, ‘counseling’ en materia de educación para sus familias, ventajas en la adquisición de productos, canalizan sus aspiraciones de contribución a la sociedad a través de activas políticas de colaboración con ONGs…
¿Quién no querría ser un ciudadano de ellas? ¿Y qué será de aquellos que no? Ellos serán los nuevos apátridas.

La cuestión final es dilucidar cómo se van a compatibilizar el Estado y la empresa en un entorno como el actual. Estamos frente a un delicado debate político desde los Gobiernos que puede alterar la relación estado – empresa tal y como la conocemos ahora. Después de varios años de la decadencia del sindicalismo tradicional latino, caracterizado por su confrontación al empresario, frente a los modelos anglosajones más participativos y profesionales, el Estado ha abandonado su papel de facilitador de acuerdos, de intermediario de las partes, para actuar como representante de la parte social huérfana de representación.
Abandonado el consenso en medidas económicas y sociales ahora se plantea abiertamente, con la excusa de la crisis, la nacionalización de empresas estratégicas y no estratégicas para introducirnos en un modelo de economía intervenida frente a la economía de mercado.
Es el momento de revisar con ojo crítico el por qué hemos llegado a esta situación que nos limita nuestra actuación y tomar las acciones necesarias para hacer un país más fuerte. Tenemos que hacer que es Estado vuelva a ser el dinamizador del motor del país en términos de generación de riqueza, complementando la iniciativa pública en lo esencial y la privada en lo particular, tomando las acciones con los mejores expertos para reducir el paro y las desigualdades y salir fortalecidos. Tenemos que revisar el gasto en la estructura política y ejecutiva del estado y, por ende, los excesos del estado autonómico en términos de servicio al ciudadano. Resulta chocante ver como la primera medida de eficacia del ejecutivo frente a la crisis sanitaria haya sido recentralizar la gestión de la sanidad.
Parafraseando a Churchill, «no es un momento para la comodidad y el confort. Es el momento de la osadía y la resistencia». Ha llegado el momento de trabajar juntos, estado y empresa, propietarios y empelados, sobre la base del bien común, la eficacia y la eficiencia en nuestras acciones coordinadas para asistir a los más desprotegidos y sentar las bases conjuntamente para salir más reforzados como país, haciendo una sociedad más justa, rica y prometedora para las generaciones próximas.
Si no lo hacemos, las empresas seguirán ocupando el espacio que les deja la inoperancia de los gobiernos, y los Estados languidecerán mientras aumentará sin remedio ese colectivos de nuevos apátridas.
José Manuel González, director ejecutivo en Howden Broking Group, y Carlos Delgado, presidente y consejero delegado de Compensa Capital, firman este artículo redactado durante su confinamiento en Sevilla y Palma de Mallorca, respectivamente.